Resistencia natural (a la innovación)

Me quedé de piedra la primera vez que un empleado de un fondo de capital riesgo me dijo que preferían los tratamientos crónicos a las curas, porque era mejor vender pastillas de por que curar a alguien para siempre. Aunque he descubierto que esta no es necesariamente una filosofía universal, recuerdo haber pensado, ofendidísimo, que nunca jamás me convertiría en un esbirro del capital como él.

Recordé esa escena hace una semana, cuando, estudiando la presentación de una vacuna contra las caries, uno de mis socios y yo coincidimos en que era una gran idea, un gran avance para la sociedad… y que casi seguro no invertiríamos, porque el proyecto estaba condenado al fracaso.

Lo cual es bastante extraño; uno pensaría que los pacientes prefieren no tener caries, que los dentistas quieren curar a sus pacientes, que los sistemas de salud quieren prevenir problemas de salud, y que la industria quiere ganar millones. Pero, en realidad, la innovación en salud es mucho más complicada que todo eso.

¿Por qué? Porque la industria de la salud no se guía por la tecnología, sino por prioridades divergentes y, en muchos casos, irracionales.

Los pacientes no quieren curarse

Según la Organización Mundial de la Salud, la adherencia media a los tratamientos crónicos es, sorprendentemente, de apenas el 50%. En otras palabras: la mitad de las personas a las que se les receta medicación para tratar enfermedades potencialmente mortales simplemente no la toman, causando un coste adicional estimado de 300 mil millones de dólares a los sistemas de salud.

Tomemos el ejemplo de las estatinas, unos protectores cardio-vasculares: en USA pueden comprarse desde sólo 10 dólares al mes, y pueden prevenir el 20-30% de las muertes en pacientes cardíacos de alto riesgo. Y, sin embargo, se estima que 28.000 personas mueren cada año en EE. UU. porque no quieren gastar el equivalente a dos coca-colas en un medicamento que puede salvarles la vida.

En el caso de la vacuna contra las caries: ¿la querrían los pacientes? Supongo que cualquiera se la daría a sus hijos para ahorrarse una vida de visitas al dentista. Pero, ¿pagarían por ella? Podemos suponer que “mmm… a lo mejor”.

Los médicos no tienen por qué querer mejorar

Una encuesta entre médicos realizada por Deloitte en 2022 indicaba que el 65% de los médicos cree que la tecnología mejora los resultados de salud… pero solo el 20% estaba “deseoso de adoptar nuevas herramientas”. Los profesionales sanitarios, entonces, son bastante resistentes al cambio.

Es comprensible: a pesar de lo que algunos creen, los médicos son seres humanos, y sus decisiones se ven afectadas por los mismos dilemas, defectos e inconsistencias que sufre todo el mundo. Sin duda que se preocupan por mejorar la salud de los pacientes, y sin duda tienen un espíritu científico (racionales, abiertos al progreso, etc.).

Pero los cambios, ya sea modificar un protocolo de trabajo, cambiar un fármaco de primera línea o desviarse de un método diagnóstico conocido, implican horas de dedicación y la posibilidad de equivocarse –un error que podría costarles tiempo, reputación, o una demanda por negligencia.

Como consecuencia, los médicos menos atrevidos siempre serán reacios al cambio; típicamente, un avance médico penetrará en el sistema a través de un pequeño número de médicos más visionarios (o aventureros), y si eso funciona bien, el resto de la profesión médica lo adoptará en masa.

Entonces, ¿un dentista administraría una nueva vacuna contra las caries? Probablemente, pero solo si los demás dentistas ya lo están haciendo.

Los hospitales no quieren curar a los pacientes

Los hospitales y las compañías de seguros tienen claras prioridades financieras, y no siempre sabias.

Tomemos el ejemplo del sistema de pago por servicio (Fee-For-Service) en USA. Los hospitales reciben un reembolso por cada paciente que atienden: típicamente, unos 80 dólares por visitas en persona, y un 30-40% menos por tele-consultas. Pero durante la pandemia de COVID-19 las tarifas de pago por servicio para la telemedicina se igualaron con las tarifas en persona, y el resultado fue un aumento espectacular en las teleconsultas: del 1% a un 32%.

Las visitas de telemedicina volvieron a caer al 10% en cuanto amainó la pandemia (y las tarifas de pago por servicio volvieron a la normalidad), a pesar de que las encuestas mostraban que el 65% de los pacientes quería seguir con las teleconsultas. En cualquier caso, el factor que hizo que la telemedicina pasara de 1 a 10 fue, inevitablemente, el interés monetario inmediata.

Con esta filosofía en mente, es difícil imaginar que las clínicas dentales vayan a ofrecer a sus clientes una vacuna contra las caries, dado que los tratamientos relacionados con las caries representan casi un 50% de su negocio.

Los sistemas de salud no quieren ahorrar dinero

Esta parece realmente extraña, de acuerdo, pero veamos el ejemplo de la prevención del cáncer.

Si eres un ministro de Salud, evitar el cáncer parece más bien deseable: menos costos sanitarios, más años de productividad, más votantes felices. ¡Todos ganan!

Podemos preguntarnos por qué, entonces, decisiones fáciles como esta llegan a necesitar 40 años para tomarse. En el caso del cáncer de mama, por ejemplo, el radiólogo uruguayo Raúl Leborgne desarrolló la técnica de compresión mamaria (que hace que los rayos X sean útiles para detectar el cáncer de mama) en la década de 1950, pero el primer programa de detección de mamografía a nivel poblacional no se lanzó (en Suecia) hasta 1986, y no logró una implementación nacional hasta 1997.

En el caso del cáncer colorrectal, pasaron 10 años desde la validación clínica de la prueba de sangre oculta en heces para la detección del cáncer colorrectal (1967) hasta el primer programa de cribado poblacional (Alemania, 1977). Pero ser pionero no significa que la cosa ya esté arreglada: en USA, y ya en 1997, el porcentaje promedio de adultos elegibles (entre 50 y 75 años) que realmente pasaban el test cada año era apenas del 20%.

La relación coste-beneficio (“Health Economics”) toma decisiones en base al gasto de un cambio vs. el ahorro al mejorar la salud de la población. Así, un nuevo tratamiento no solo tiene que demostrar que es efectivo: tiene que demostrar que ofrece una ventaja económica sobre dejar que la gente sufra y muera.

Frío, pero lógico, supongo. Lamentablemente, incluso ese mínimo de racionalidad suele fallar, ya que las preocupaciones presupuestarias inmediatas se priorizan sobre los intereses a largo plazo, y un ahorro inmediato suele ser el factor número uno en la toma de decisiones.

Entonces: ¿los sistemas de salud pública pagarían por una vacuna contra las caries?

Supongo que no: en muchos países, la atención dental es principalmente privada, por lo que los sistemas sanitarios no pagan por las caries, lo que significa que no se embolsarían los ahorros. Y los seguros privados tampoco lo harían, ya que en realidad están ganando dinero con las caries.

Las prioridades de la Gran Farma quizá no te sorprendan

“Cura a un paciente, mata a un cliente”. No hace falta ser demasiado conspiranoico para creer que las compañías farmacéuticas prefieren mantener a sus pacientes vivos y medicados de por vida a curarlos de una vez.

Esto puede explicar el comportamiento de ciertos desarrollos científicos: enfermedades como la diabetes o la hipertensión ven como aparecen multitud de nuevas opciones de tratamiento, pero sin que se llegue a desarrollar una cura; por ejemplo, a día de hoy, ninguna enfermedad autoinmune tiene cura.

No podemos afirmar categóricamente que sea debido a la apetencia del Gran Capital por los clientes cautivos, pero sé que todo inversor se lo pensaría dos veces antes de poner dinero en financiar un fármaco curativo.

¿Nuestra conclusión?

Entonces: ¿alguien pondrá dinero en esa vacuna contra las caries? La respuesta es probablemente no (¡y ojalá me equivoque!). Los pacientes quizá no la compren, los médicos no la necesitan, las clínicas no la quieren y los sistemas de salud no tienen incentivos para pagarla, por lo que las posibilidades de que ese proyecto avance son realmente escasas.

Y los factores esotéricos que impiden la adopción de innovaciones en salud están aún más presentes en el sector dental: las vacunas se quedan sin financiar, pero parece que no hay problema en invertir cientos de millones en ortodoncias invisibles.

Y es gracioso, sabiendo que las caries representan un coste anual estimado de 370 mil millones de dólares, aproximadamente el 4% del gasto global en salud.

¿Gracioso, verdad? Ha, ha.